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III
Radek
despertó a las cinco de la tarde. Había decidido descansar todo el día para
estar fresco en la noche. Isaac Salas, un médico y un funcionario del
Departamento de Registro de Defunciones lo esperaban en el lobby del hotel. Se
vistió informalmente –tal como le gustaba– y salió en compañía de su caja de
instrumentos. También ocultó una pistola en su chaqueta. El arma poseía un
contenedor con un líquido verde brillante, que ocultaba con un trozo de cuero
negro. Se trataba de un sellador dimensional, que esperaba no tener que
utilizar.
Afuera
le esperaban en un aerodino de alas batientes, el aparato recordaba vagamente
la forma de una libélula. Por lo visto nadie deseaba perder tiempo. Los cuatro
pasajeros abordaron luego de pocas formalidades y partieron en dirección al
cementerio central. Llegarían en diez minutos.
En el
Cementerio central les esperaba un guardia incomodo y molesto. Detestaba la
profanación de tumbas y la grosería con que los científicos trataban a los
cadáveres. Soltó un firme y corto discurso: “Señores, por favor hagan rápido su
trabajo y salgan de aquí cuanto antes. No queremos que el público vea lo que
vienen a hacer”.
Salas
trató de tranquilizar al guarda. Y sin más preámbulos, ingresaron al lugar.
Harían el trabajo solos.
La
tumba estaba adornada con algunas flores, lo cual indicaba que había sido
visitada recientemente; probablemente por la viuda de Umaña. Esas flores
revolvieron un poco el estomago de Salas: “Apurémonos con esto”.
Cavaron
silenciosamente hasta tocar madera. Con una barra metálica abrieron el ataúd
hermético y encontraron los restos de Umaña. Estaba más seco que podrido, pero
a pesar de todo se conservaba en buen estado.
–Vamos,
saquémoslo –la voz era de Radek, quien sabia cual era el paso a seguir.
–¡¿Está
usted loco?! –el perplejo medico habló por primera vez– ¡Hagamos el trabajo
aquí mismo!
–Él
tiene razón, Radek, no podemos mover el cadáver de este sitio –Salas empezaba a
impacientarse.
–Señores
–empezó pacientemente Radek–, debo sacar el cadáver y llevarlo a un lugar
tranquilo, no querrán que empiece a gritar a voz en cuello y despierte a todo
el mundo, ¿o sí?
Los
tres hombres se miraron. El médico hizo gestos para detener todo aquello de una
vez. Pero Salas moría de curiosidad y no iba a detenerse ahora que habían
profanado la tumba.
–Saquémosle.
Pero hagámoslo rápido. ¡Señor Sarria!, traiga unas bolsas para cubrir el
cadáver.
Sacaron
al cadáver de su tumba y lo llevaron al aerodino, el guardia protestó con furia
pero sin firmeza, pues había presente un funcionario del Departamento de
Defunciones que avalaba aquella abominación. Exigió devolver al difunto cuanto
antes.
Trasladaron
el cuerpo al consultorio privado del Medico, quien se apellidaba Otero: ahí
tendrían privacidad.
Pusieron
a Umaña en una camilla, su piel gris se iluminaba gracias a las lámparas de
fósforo rebajado. Lo desnudaron y entonces Radek sacó una sierra de su caja de
instrumentos. Antes que lo interrumpieran les explicó la razón.
–Lo
siento, pero debo desmembrarlo –su mirada tímida contrastaba con la perplejidad
de sus compañeros–. Es una medida de seguridad. Podría lastimarnos… o escapar…
Los
tres hombres tragaron saliva. Cada uno de ellos más arrepentido que el otro.
Salas asintió diciéndose que aquello que reposaba en la camilla ya no era su
querido amigo. Mientras Radek desmembraba el cadáver decidió que el
instrumental médico merecía mayor interés. Al regresar la vista y ver el
resultado del trabajo de Radek, sintió arcadas que le hicieron devolver las
papas con carne que había comido antes.
Radek
solo había cortado el torso a la altura del corazón. Había eliminado los brazos
y había puesto aquel busto macabro sobre el escritorio del médico como si fuera
el adorno de un piano. Clavó un tubo transparente en su pecho y lo acopló a un
pequeño fuelle.
Tomó la
monstruosa jeringa con parsimonia y sin mayor decoro la clavó en la sien
derecha:
–Esperemos
que el cerebro esté en condiciones…
Pasaron
cinco minutos antes de percibir los primeros movimientos.
El
cadáver abrió la boca y un ojo, el movimiento produjo una nube de olor
nauseabundo que hizo que cada uno de los presentes se llevara un pañuelo a la
nariz. El cadáver no gritó, tal como esperaba Salas. En cambio, abrió y cerró
la boca varias veces como calentando los músculos. En ese momento Radek insufló
algo de aire con el fuelle para estimular lo que quedaba de las cuerdas
vocales. Algunos insectos salieron del interior de la boca, para mayor fastidio
de los presentes.
–Ahhhsssss!!!
–fue lo único que salió de boca de Umaña. El corazón de Radek estaba a punto de
salir corriendo.
–Santo
Dios… –fue lo único que salió de la boca del Doctor Otero, un profesional que
había considerado la muerte desde mil ángulos, pero que claramente había
obviado este.
–Shalas.
Shalas. Sshhalas…–el momificado Capitán ahora miraba en todas direcciones.
Enfocó sus ojos en el Comodoro Salas.
–Rafael
–la palidez de Salas era aun más intensa que la del mismo Umaña–, aquí estoy
viejo amigo.
–Shalas…
Shalas…
Pasaría
una hora hasta que el cadáver articuló más que el nombre de su amigo. A Radek
le preocupaba que el maltrecho cerebro solo recordara el último rostro que
había visto, algo así como el “imprinting” de las aves.
–Escúchame
Rafael, necesito que me respondas algunas preguntas. ¿Crees poder hacerlo?
–Shalas.
Pregunta –Umaña detuvo cualquier movimiento y asumió una posición de completa
atención a Salas.
–¿Donde
quedaron los miembros de Miskatonic? –Salas temblaba de angustia– ¿Qué fue de
ellos?
Pasados
varios minutos, las neuronas carcomidas de Umaña finalmente lograron articular
una respuesta.
–Shalas.
Arenash-blancash. Casherio –miraba ansiosamente a Salas–. Muerte, hieeerba.
Luego
de este galimatías, Umaña guardó silencio mientras Radek anotaba cada palabra y
la registraba en un magnetograbador que tenía en su bolsillo. El médico
registraba todo con una videocámara química de tres colores.
–Arenash
blancash –seguía parloteando el no muerto–, pedro palotes te mata mata.
Luego,
pareció como que la cosa trataba de sonreír, con una mueca que todos los
presentes recordarían hasta el fin de sus días. Trataron de hacer más
preguntas, pero el cadáver no respondía. Radek estaba muy frustrado. Había
esperado otro resultado del fluido reanimador de West.
Pasaría
una media hora hasta que el cadáver de Umaña dijera algo más:
–Déjame
deshcanshar. Muero. Dueeele –sus ojos herraban por el cuarto. Luego de esto no
dijo más.
Salas
miró a Radek esperando una solución. El ingeniero se encogió de hombros y sacó
el sellador dimensional y disparó a la cabeza de Umaña. Un rayo azul salió del
arma e iluminó el torso cadavérico. Lo que quedaba de su alma había sido
sellado definitivamente en una dimensión desconocida e inexplorable. Ahora
descansaría para siempre.
Regresaron
al cementerio con los pedazos del cadáver. En esta ocasión el guardia no dijo
nada: semejante profanación no merecía comentarios suyos. Taparon la tumba y
cada uno regresó a su lugar de habitación. Solo una frase más saldría de boca
del Comodoro Salas: “Ing. Radek, estamos a su disposición en caso de que quiera
continuar con la expedición”.
Radek
se tumbó en su cama bastante molesto. La entrevista había sido una completa
ruina. Umaña estaba demasiado descompuesto y su cerebro a duras penas había
logrado esbozar ideas. Elaborar una expedición basada en las pocas palabras
salidas de su cavernosa boca no tenía mucho sentido ahora.
De
todas formas visitaría la biblioteca de Santa Fe de Bogotá, en busca de lugares
o personas que pudiesen darle alguna pista. De lo contrario se marcharía del
país esa misma semana.
Madrugó
a la biblioteca. Hurgó en ella hasta mediodía;
asombrado descubrió que si existía un lugar denominado Arenas Blancas en
el estado del Cauca.
Después
de todo si organizaría la expedición.
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