Era un viernes por la mañana. Había acudido al “Rapimercado de Rafa”,
una miscelánea del barrio “El poblado 2” de Cali, a recoger las ganancias de
una maquina tragamonedas que tenia ubicada en este local. El procedimiento era
sencillo y aburridor: abrías la maquina, sacabas el cajón con las monedas y las
contabas con la maquinita diseñada a tal efecto. El treinta por ciento era para
el dueño del local y el restante para mí. Este local me gustaba, lo mantenían
bien limpio y organizado. Contaba con panadería, videojuegos, tragamonedas,
zona para beber y mercadillo. Algunas veces aprovechaba la visita a este sitio
para comprar plátanos y papas para mi madre. También solía comerme un par de
“empanadas de cambray” con Coca-Cola.
Hacía calor. No sofocante, pero casi. El dueño, Rafa, solía charlar
con todo mundo y bromeaba con las mujeres y los niños. Era dicharachero. Pero
ese día, llegó un momento en que todos guardaron silencio. Las transacciones en
la caja se aceleraron y varios de los clientes habituales salieron del local.
Quedábamos un borracho matutino, Rafa y yo con mi maquina de contar monedas.
Apresurado, Rafa se acercó al mercadillo y buscó algunas hierbas.
Alcancé a ver manzanilla, albahaca, menta y tomillo. Las trajo hasta el
mostrador y se quedó mirando hacia la entrada del local. La curiosidad llevó mi
mirada hasta ese punto, donde vi que se acercaba una ancianita menuda y
decrepita, con las cataratas mas graves que había visto. La piel prácticamente
se había fusionado con los huesos y su vestimenta daba verdadera lástima.
Caminaba trabajosamente y con cada paso abría la boca y mostraba sus encías
marchitas. El cuadro era subliminal. Antinatural. Debo reconocer que me
estremecí.
Rafa parecía fastidiado e incomodo. “Uff doña chelito, hoy esta mas
berrinchuda que nunca. Tome sus hierbitas y devuélvaseme rapidito”. La anciana
se acercó al mostrador, tomó sus hierbas, emitió un gruñido de agradecimiento y
dio media vuelta. Al hacerlo, reparó en mí –que a esas alturas estaba
paralizado- y se quedó mirándome con gravedad. “¡Apúrele doña chelito que me
espantó a la clientela!. ¡Hágale a ver!”.
En ese momento, la anciana lanzó una mirada rencorosa hacia Rafa y
luego me sonrió… al menos eso creí, pues era la mueca mas aterradora que se
puedan imaginar. Se me erizó hasta el último pelo. Luego salió del local,
caminando tan trabajosamente que parecía que se iba a desbaratar en cualquier
momento.
“Esa vieja huele horrible. Llevaba unas dos semanas sin venir. Viene
por sus hierbitas y se las mete entre la ropa para bajarse el olor”, Rafa
echaba ambientador en su tienda con rabia y resignación. Yo no hablaba. La
verdad estaba muerto del miedo (y del asco).
Apresuré mi conteo de monedas pues quería salir de ahí lo antes
posible. Sin embargo, no podía dejar de indagar sobre doña chelo: “Rafa, ¿y de
donde salió esa vieja?”.
“Viejo, esa señora lleva viviendo mas de 80 años aquí en el barrio. Lo
raro es que nadie la conoció de joven”. Rafa quería decirme que llevaba 80 años
siendo una anciana decrepita, pero yo no lo comprendí entonces. “Algunos dicen
que está muerta, pero que nunca se dio cuenta o que no lo quiso aceptar. Mi
papá se la tuvo que aguantar toda la vida, y ahora me toca a mí. ¡Ni que no
hubiera otras tiendas!”. Yo no pregunté más. Había terminado con mis moneditas.
Repartimos las ganancias y me largué de ahí. Al subirme a mi auto busqué con la
mirada Doña Chelo, pero afortunadamente
no la vi por ningún lado.
Jamás pude olvidar su macabra sonrisa.
La viejita llegó finalmente a su casa. Tenía las hierbitas de Rafa
fuertemente apretadas en su mano.
Su casa era absolutamente miserable. No había servicios públicos, los
muebles y la decoración se caían de antiguos y el polvo era una constante
peligrosa. Era una vivienda ponzoñosa y malsana. Se respiraba vejez y muerte. Hacía
muchos años los vecinos habían intentado enviarla a un ancianato, pero la vieja
se había resistido con una fuerza descomunal. Como nunca se enfermaba y tampoco
molestaba a nadie, finalmente habían dejado de insistir. El único afectado era
Rafa, que tenía que suministrarle hierbitas cada dos o tres semanas.
La vieja entró y se sentó en su cama. Tomó las hierbitas y soltó una
risita macabra mientras las machacaba con las manos. Entonces abrió la
andrajosa blusa y buscó algún agujero en su carne, donde finalmente metió el
aromático paquete. Luego se recostó, siempre con su sonrisa y se quedó mirando
al techo. Ahí estaría por algunas semanas, hasta que percibiera nuevamente el
mal olor de la carne seca.
Porque Doña Chelo estaba muerta. Y lo había estado por muchos años. Y
no es que no se hubiera dado cuenta, pues ella tenía clarísimo lo que
significaba la muerte. Lo que pasaba es que no podía irse aun.
Ella estaba esperando.
Este caso no es aislado, créanme. Muchos aun deambulan por ahí, con
cara de enfermos, pero sus corazones no laten mas que el de la estatua de
Belalcázar.
Estimado amigo, he leído 2 de tus composiciones, y, debo decirte, que más allá de la temática, la cual confieso, no es de mis predilectas, el relato se hace atrapante, liviano de leer y de buen vocabulario. Sin embargo, y sin ánimo de ofender, todo lo contrario, en el cuento de "Doña Chelo", pasas de primera a tercera persona. Lo menciono sólo como sugerencia. Tal vez, deberías reescribir la primera parte en tercera persona para poder mantener el final intacto.
ResponderBorrarSaludos y felicitaciones.
Atte. Gabriel desde Argentina.
No sabes como agradezco tu comentario, es justamente esto lo que necesito para mejorar mi redacción. De corazón: Gracias.
ResponderBorrarMucho tiempo después, tedejo un abrazo y mis mejores deseos.
ResponderBorrarGabriel desde Argentina.