El taxi había llegado. Javier estaba en la puerta de su casa
esperando. Lentamente caminó hasta el vehículo y se sentó atrás con parsimonia.
Dio las indicaciones al taxista con tal precisión, que no hubo lugar a preguntas.
El taxista lo miró por el retrovisor un poco molesto. Conocía la ciudad y no
tenían porque enseñarle como llegar a su destino. Pero no quiso hacer preguntas
y decidió arrancar en silencio.
Esa era una de las características de Javier Manta. Con él no había
lugar a preguntas. Sus instrucciones eran claras y concisas. Evitaba las
conversaciones a toda costa, pues cuando alguien cambiaba las variables no
siempre podía salir airoso. Esto le sucedía muy a menudo con las mujeres que se
acercaban a su vida. No era un tipo atractivo. Media uno noventa y cinco,
calvo, no era gordo pero tampoco gozaba de enormes músculos. De tez blanca y
ojos negros. A veces recordaba al personaje del videojuego “Hitman”... frío e
implacable. Solo que Javier no era malo. Y tampoco podía decirse que era
astuto. De todas maneras era el gerente de una gran multinacional en el Valle
del Cauca, y su enorme salario de ocho cifras era la envidia de muchos. No era
ostentoso ni elitista, y la practicidad con la que se comportaba se confundía
siempre con frialdad.
De todas maneras era un tipo muy aislado. Solo daba instrucciones,
sencillas, concisas y directas. Con eso bastaba para mantener unos indicadores
empresariales bastante buenos. Se le consideraba un gran gerente. De los
mejores. Aunque sus empleados consideraban que se comportaba como una maquina:
“Mi laptop es mas humano que el jefe”, decía María Claudia, la gerente de
operaciones.
En fin, ese día llegó como siempre, pagó el taxi con un “gracias”
bastante seco. Caminó por los pasillos de la empresa en silencio y lanzando
“buenos días” precisos a cada rostro que lo miraba. Luego se encerraba en su
oficina y encendía el computador. No contestaba llamadas y solo respondía los
correos que tenían el número dos al principio del asunto. De resto eran
omitidos. Esas mañas hacían sospechar algún trastorno obsesivo compulsivo. Pero
no era cierto. Simplemente las cosas tenían que ser así. Y punto.
A eso de las 9 de la mañana
tocaron a su puerta. “Adelante”.
Era Angélica, una de las nuevas psicólogas que apoyarían al equipo de
gestión humana. “Buenos días, Doctor Manta. Necesitaba que me indicara por
donde iniciar los exámenes psicológicos y las visitas domiciliarias. Es que la
doctora no está y yo no sé por dónde empezar. Yo creía que lo mejor era
arrancar por usted, pero aun no tengo la dirección de su casa”.
La chica hablaba a carretadas, Javier asimiló lo mejor que pudo, pero
el torrente de palabras lo confundió bastante. En su mente se iluminaba una
señal de alerta en color rojo brillante.
Se levantó molesto y le pidió a la chica que se retirara, “Las visitas
y los análisis son para los empleados”, fue lo último que dijo. Puso el seguro
a la puerta y revisó los correos electrónicos.
Al terminar, se recostó cómodamente en la silla y dirigió una
boquiabierta mirada a un punto indeterminado de la pared. Y ahí se quedó el
resto del día.
Un hilillo de babas salía de su
boca.
Javier Manta
salió de la empresa con ganas de regresar pronto a su casa. Estaba angustiado,
pero no sabía muy bien cuál era la razón. La empresa seguía funcionando como un
reloj suizo y la única molestia era la psicóloga metiche. Se acercó a la acera
y esperó al taxi.
De pronto, una
camioneta salió de una esquina en contravía. Apuntaba a Javier. Él solo
reaccionó al sonido y a los gritos que escuchó. Volvió la mirada y vio el
enorme vehículo acercarse a unos peligrosos 80 kilómetros por hora. No supo
reaccionar. No pudo asimilar la anomalía en el tráfico y su cuerpo recibió el
impacto inocentemente. Salió volando unos seis metros.
Para cuando
llegó al piso había ascendido a la categoría de “cadáver”. Su cuerpo era
frágil, pero mas lo era su mente, y la absurda situación no pudo ser
comprendida. Así que simplemente se apagó, de hecho, su cerebro murió mucho
antes de recibir el impacto.
Fue triste.
Sonaban las sirenas de bomberos y ambulancias. Había muchos mirones metiches y
por supuesto algunos fotógrafos del Q’hubo. Luego llegó el “paletero” y se hizo
el levantamiento del cadáver. Algunos funcionarios de la empresa apoyaron el
proceso en todo momento. El subgerente y una ejecutiva de cuenta acompañaron
acongojados al vehículo hasta Medicina Legal para agilizar todos los trámites.
Javier no tenia familia, así que la empresa se encargaría de todo. Lo merecía.
Finalmente, Javier
fue puesto en una mesa de autopsias.
Mas tarde
llegó el encargado. Terminó de desnudar a Javier y preparó su instrumental: un
cuchillo de carnicero, algunos tarros y frascos y una segueta. Hizo el examen
externo del cadáver y la palpación del mismo. Luego procedió a hacer el examen
interno. Primero hizo un corte en “Y” desde el abdomen hasta el esternón, donde
se abrió hacia los hombros. Separó la piel y la carne. Esculcó, desbarató y
examinó. Ya no sentía repulsión ante el reguero de tripas que iba haciendo. Se
había vuelto inmune y desarmar un cadáver era tan común y tan sencillo como
para el mecánico lo era desarmar un motor. Observó varias fracturas y un par de
órganos dañados. Sacó sangre de la cavidad abdominal y la midió para saber si
se había desangrado. Aquí va un dato curioso: el funcionario se puso a manosear
el corazón del cadáver, pues secretamente creía que algún día lograría revivir
a un muerto. Por supuesto no sucedió nada.
Hasta ahora no
había una causa clara de la muerte. Las fracturas que observaba no bastaban
para matar a nadie.
Seguía la
cabeza. Con paciencia cortó el cuero cabelludo y lo separó del cráneo dejándolo
sobre la cara. Luego tomó la segueta y realizó una circunferencia bastante
precisa. Todo era gracias a sus años de práctica.
Hizo palanca
con un destornillador y finalmente separó la “tapa de los sesos” con un ligero
“pop”.
Entonces
frunció el ceño y se acercó a la cavidad craneal completamente aterrado.
Adentro no
había nada. Tan solo un poco de líquido y un pequeño ganglio bastante mediocre.
Lo cortó con el cuchillo y lo examinó mas de cerca. Era como una bolita de
color crema con algunas venitas de adorno. Recordaba las “criadillas” que
preparaba su mujer.
Suponía que el
asunto merecía alguna investigación, porque el tipo muerto era un pomposo
gerente de una multinacional. Pero el funcionario no se iba a complicar la vida
con el tema. Tiró el pequeño ganglio en el abdomen de Javier y cerró todo con
la clásica “costura de colchonero”. Limpió, organizó el lugar y terminó de
llenar el informe. La causa de la muerte: “Trauma craneoencefálico severo”.
Aunque estuvo a punto de poner “Causa de muerte no esclarecida”, pero prefirió
no hacerlo. Quería irse a su casa tranquilo. No tenía sentido complicar la
muerte de Javier Manta: una enorme camioneta lo había atropellado
inmisericordemente: ¿se necesitaba mas para explicar la causa de la muerte?
Un tumorcillo
por cerebro. ¡Con que eso tenían los gerentes en la cabeza!
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