martes, 3 de julio de 2012

Doña Chelo


Era un viernes por la mañana. Había acudido al “Rapimercado de Rafa”, una miscelánea del barrio “El poblado 2” de Cali, a recoger las ganancias de una maquina tragamonedas que tenia ubicada en este local. El procedimiento era sencillo y aburridor: abrías la maquina, sacabas el cajón con las monedas y las contabas con la maquinita diseñada a tal efecto. El treinta por ciento era para el dueño del local y el restante para mí. Este local me gustaba, lo mantenían bien limpio y organizado. Contaba con panadería, videojuegos, tragamonedas, zona para beber y mercadillo. Algunas veces aprovechaba la visita a este sitio para comprar plátanos y papas para mi madre. También solía comerme un par de “empanadas de cambray” con Coca-Cola.

Hacía calor. No sofocante, pero casi. El dueño, Rafa, solía charlar con todo mundo y bromeaba con las mujeres y los niños. Era dicharachero. Pero ese día, llegó un momento en que todos guardaron silencio. Las transacciones en la caja se aceleraron y varios de los clientes habituales salieron del local. Quedábamos un borracho matutino, Rafa y yo con mi maquina de contar monedas.

Apresurado, Rafa se acercó al mercadillo y buscó algunas hierbas. Alcancé a ver manzanilla, albahaca, menta y tomillo. Las trajo hasta el mostrador y se quedó mirando hacia la entrada del local. La curiosidad llevó mi mirada hasta ese punto, donde vi que se acercaba una ancianita menuda y decrepita, con las cataratas mas graves que había visto. La piel prácticamente se había fusionado con los huesos y su vestimenta daba verdadera lástima. Caminaba trabajosamente y con cada paso abría la boca y mostraba sus encías marchitas. El cuadro era subliminal. Antinatural. Debo reconocer que me estremecí.

Rafa parecía fastidiado e incomodo. “Uff doña chelito, hoy esta mas berrinchuda que nunca. Tome sus hierbitas y devuélvaseme rapidito”. La anciana se acercó al mostrador, tomó sus hierbas, emitió un gruñido de agradecimiento y dio media vuelta. Al hacerlo, reparó en mí –que a esas alturas estaba paralizado- y se quedó mirándome con gravedad. “¡Apúrele doña chelito que me espantó a la clientela!. ¡Hágale a ver!”.



En ese momento, la anciana lanzó una mirada rencorosa hacia Rafa y luego me sonrió… al menos eso creí, pues era la mueca mas aterradora que se puedan imaginar. Se me erizó hasta el último pelo. Luego salió del local, caminando tan trabajosamente que parecía que se iba a desbaratar en cualquier momento. 

“Esa vieja huele horrible. Llevaba unas dos semanas sin venir. Viene por sus hierbitas y se las mete entre la ropa para bajarse el olor”, Rafa echaba ambientador en su tienda con rabia y resignación. Yo no hablaba. La verdad estaba muerto del miedo (y del asco).

Apresuré mi conteo de monedas pues quería salir de ahí lo antes posible. Sin embargo, no podía dejar de indagar sobre doña chelo: “Rafa, ¿y de donde salió esa vieja?”.

“Viejo, esa señora lleva viviendo mas de 80 años aquí en el barrio. Lo raro es que nadie la conoció de joven”. Rafa quería decirme que llevaba 80 años siendo una anciana decrepita, pero yo no lo comprendí entonces. “Algunos dicen que está muerta, pero que nunca se dio cuenta o que no lo quiso aceptar. Mi papá se la tuvo que aguantar toda la vida, y ahora me toca a mí. ¡Ni que no hubiera otras tiendas!”. Yo no pregunté más. Había terminado con mis moneditas. Repartimos las ganancias y me largué de ahí. Al subirme a mi auto busqué con la mirada  Doña Chelo, pero afortunadamente no la vi por ningún lado.

Jamás pude olvidar su macabra sonrisa.

La viejita llegó finalmente a su casa. Tenía las hierbitas de Rafa fuertemente apretadas en su mano.

Su casa era absolutamente miserable. No había servicios públicos, los muebles y la decoración se caían de antiguos y el polvo era una constante peligrosa. Era una vivienda ponzoñosa y malsana. Se respiraba vejez y muerte. Hacía muchos años los vecinos habían intentado enviarla a un ancianato, pero la vieja se había resistido con una fuerza descomunal. Como nunca se enfermaba y tampoco molestaba a nadie, finalmente habían dejado de insistir. El único afectado era Rafa, que tenía que suministrarle hierbitas cada dos o tres semanas.

La vieja entró y se sentó en su cama. Tomó las hierbitas y soltó una risita macabra mientras las machacaba con las manos. Entonces abrió la andrajosa blusa y buscó algún agujero en su carne, donde finalmente metió el aromático paquete. Luego se recostó, siempre con su sonrisa y se quedó mirando al techo. Ahí estaría por algunas semanas, hasta que percibiera nuevamente el mal olor de la carne seca.
Porque Doña Chelo estaba muerta. Y lo había estado por muchos años. Y no es que no se hubiera dado cuenta, pues ella tenía clarísimo lo que significaba la muerte. Lo que pasaba es que no podía irse aun.

Ella estaba esperando.

Este caso no es aislado, créanme. Muchos aun deambulan por ahí, con cara de enfermos, pero sus corazones no laten mas que el de la estatua de Belalcázar. 

3 comentarios:

  1. Estimado amigo, he leído 2 de tus composiciones, y, debo decirte, que más allá de la temática, la cual confieso, no es de mis predilectas, el relato se hace atrapante, liviano de leer y de buen vocabulario. Sin embargo, y sin ánimo de ofender, todo lo contrario, en el cuento de "Doña Chelo", pasas de primera a tercera persona. Lo menciono sólo como sugerencia. Tal vez, deberías reescribir la primera parte en tercera persona para poder mantener el final intacto.
    Saludos y felicitaciones.
    Atte. Gabriel desde Argentina.

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  2. No sabes como agradezco tu comentario, es justamente esto lo que necesito para mejorar mi redacción. De corazón: Gracias.

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  3. Mucho tiempo después, tedejo un abrazo y mis mejores deseos.
    Gabriel desde Argentina.

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