viernes, 24 de febrero de 2012

Doña Ligia

La amargura y la tristeza eran una constante en el rostro de Doña Ligia. Esta mujer, de unos sesenta ó setenta años, rara vez hablaba con sus vecinos y pocas veces se la veía en la calle. Vivía en Cali, en una casona del barrio Granada. De ella solo se sabía que tenía mucho dinero y que era una vieja amargada. Cojeaba un poco y aunque antipática, se adivinaba una mujer cuya juventud fue muy hermosa y tal vez más feliz.




Aquella mañana llegaba con algunas bolsas de mercado. Si alguien se hubiese atrevido a esculcarlas habría encontrado algunos filetes de merluza, vegetales y diez kilos de sal. Aborrecía las carnes rojas o las aves.

Entró a su casona y cerró la puerta con 3 pestillos. Los servicios públicos estaban al día y las rejas alejarían a cualquier molesto intruso. Pagaba religiosamente al vigilante (incluso mas de lo que estipulaba la administradora de la cuadra), el cual alejaría a los vendedores o a los gamines en busca de limosna. Ligia pagaba por seguridad y por tranquilidad. Sus ojos azul marino dieron una última mirada por la ventana para luego desaparecer tras las oscuras cortinas. Llevó la compra hasta la cocina y se sentó un rato para tranquilizarse.

Cuando su cuerpo le informó que ya estaba mas relajada, tomó la sal y se fue hasta el patio, donde una gran piscina en forma de riñón la esperaba. Con displicencia esparció la sal en el agua. Luego se desnudó y se sentó en el borde. Al meter sus pies en el agua, una tormenta de recuerdos trajo tanta amargura a su alma que de sus ojos azul marino brotó un torrente de lágrimas.

Si alguien hubiese estado cerca, habría visto un reguero de perlas, como cuando se rompe un collar. Las que cayeron al agua salpicaron, y las que cayeron fuera rebotaron. Doña Ligia no pareció darse por enterada.

¿Qué más daba un puñado de perlas?

Ligia había dejado de llorar. Sus pies eran acariciados por el agua salada de la piscina y ahora se sentía un poco mejor. Las lágrimas habían cesado y solo era cuestión de recoger las perlas en que se habían convertido. Luego las vendería y seguiría con la vida opulente que había llevado por tanto tiempo.

Pasados unos minutos sus piernas se habían fusionado y la piel se había cubierto de escamas azules hasta la cintura. Sus pies se habían convertido en una enorme y hermosa cola de pez. Entonces había entrado al agua lentamente.

Y una vez mas había sido libre.

No se llamaba Ligia, su verdadero nombre era algo así como Ligea o Ligeia, pero así la llamaban en la ciudad que la había adoptado desde hacía mucho tiempo. Se había alejado del mar por amor. Un hombre llamado Sergio Manrique la había encontrado lejos, en el Mar de Cortez en 1910; la había escuchado cantar en el arrecife y había visto su extraña e ictiológica belleza. Se enamoraron profundamente y el la había convencido de llevarla hasta Cali, donde formarían una familia y se harían ricos. Ella abandonó el mar por puro amor.

Entonces se afincaron en Cali, donde el tipo inició una pequeña empresa litográfica, con mas ganas que experiencia. Pero eran tiempos difíciles y no lograban prosperar. Amaba a su sirena, y se culpaba por no poder darle la felicidad prometida. Sabía que ella lloraba en secreto y su corazón se agitaba cada vez que escuchaba los sollozos en la habitación.

Una vez la espió mientras lloraba. No lo hizo por maldad, sino pensando en consolarla y pedirle que regresara a su mar azul en el Caribe. Y entonces vio como cada lágrima que salía de sus ojos se convertía en una hermosa perla.

Entonces, el amor se había convertido en ambición.

Sergio aprendió que el dolor de su mujer serviría para llenar sus bolsillos siempre que quisiera. También aprendió que si las lágrimas eran por tristeza, las perlas salían blancas, pero si las lagrimas eran de rabia las perlas serían negras. Con cada latido adolorido del corazón de Ligeia brotaban mas y mas perlas de sus ojos.

Se convirtieron en una familia acaudalada. Lograron un éxito empresarial impresionante y los años pasaron lenta y dolorosamente. Sergio moriría en 1974, de viejo y satisfecho, jamás le preocupó la profunda tristeza de la sirena. Pero Ligeia no moriría jamás.

Cuando el murió, ella no quiso regresar al mar. Demasiado odio y amargura poblaban su corazón y no quería llevarlos al océano. Por eso eligió una casa con piscina, donde pudiera nadar, cantar y recordar épocas mejores.

Y lloraba de vez en cuando, para mantener su posición económica y vivir tranquila.

Es que hasta una sirena puede tener ciertas ambiciones. ¿O no?


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