viernes, 24 de febrero de 2012

El hombre volador

No me gusta emborracharme, pero cuando toca…

Era una madrugada de septiembre, creo que las dos ó tres de la mañana. Había bebido hasta la madre y solo deseaba llegar a mi casa a descansar. Mis compañeros de juerga eran unos desconocidos para mí y solo había aceptado la salida por cortesía (¡traten de creerme!). Nos habían sacado de la taberna casi de mala gana, y ahora estábamos haciendo un recorrido para dejar a cada borracho en su respectiva vivienda. Fue un viaje bastante caótico...



A esas alturas solo quedábamos tres babosos en el andrajoso Renault 18 y la idea era dejar a uno de ellos en un conjunto cerrado cerca de la avenida primera con calle 70. Recuerdo habernos detenido en una esquina, al lado de la portería, donde nuestro compañero intentaba contar un chiste al aburrido vigilante. Yo salí del auto para respirar un poco y alejar los vapores mal sanos de la borrachera. Miraba hacia la avenida primera, tratando de adivinar la ubicación de “La 14 de Calima”, pero no la podía ver. En eso levanté la mirada y vi con espanto como un hombre de traje negro y corbata roja pasaba volando a mitad de cuadra y se metía por una de las ventanas del cuarto piso de uno de los edificios. No sé si abrí la boca, pero les juro que se me acabó la borrachera (al menos en parte). Me quedé mirando la ventana, esperando ver algo mas, pero nada sucedió. Lentamente regresé a mi puesto en el viejo R-18 y no molesté mas.

Al día siguiente solo recordaba vagamente los detalles de mi increíble visión. Lo curioso es la forma como aquel hombre volaba, no como superman, sino como si estuviese congelado, rígido, con los brazos a los lados de su cuerpo y con la cabeza mirando hacia abajo. Como si hubieras lanzado a un maniquí por los aires.

Jamás podré olvidar semejante suceso. ¿Cómo pude recordar su postura, su traje negro y su corbata roja? 

No sé… ¡yo estaba borracho!

Aquella noche, mientras yo me idiotizaba con licor, Augusto Borja caminaba angustiado por los lados del Parque de la Caña. Buscaba a Sonia, prostituta barata, quien le daría “algo” a cambio de unos pocos pesos.

Finalmente la encontró, en un puesto de salchipapas. Ella lo vio con un poco de asco, pero dejó las papitas y le dijo al vendedor que ya volvía.

Augusto le dio cinco mil pesos. No tenía mas. A ella no le importó.

Se metieron en un rincón oscuro, ella miró a su alrededor buscando a posibles mirones. “Pero oiga mijo, esta vez toca en un tobillo porque mi mamá me ha molestado por las heridas”, Augusto asintió con angustia mientras ella se quitaba la sandalia y le advertía que “sin hacer mucha bulla”. El se agachó y con cuidado empezó a lamer el tobillo de la chica. Ella miraba hacia la calle, temerosa. Nunca veía el rostro de Augusto mientras hacia sus cosas con ella. Pero si lo hubiera visto, habría notado que sus ojos se habían puesto rosados, y que sus incisivos centrales le habían crecido unos cuatro o cinco milímetros mas de lo normal. Es curioso, pero los vampiros verdaderos no usan los colmillos para nada, solo los incisivos.

Entonces, y después de lamer un rato el tobillo, Augusto mordió con fuerza. La sangre manó de la herida y el succionó con avidez. Pasaría un minuto, cuando la chica le reclamó molesta: “Ya párele mijito, por cinco mil pesos no le doy mas”.

Augusto no se molestó. Con eso sobreviviría varios días sin problemas, y podría seguir trabajando en el banco como cajero, y todos le darían palmaditas en el hombro, y podría seguir saliendo con Sandra (su adorada novia), y las cosas seguirían como siempre, y el sería feliz, feliz y feliz.

Sonia se ajustó la sandalia y se fue a terminar sus salchipapas. Nadie le preguntaría que andaba haciendo en ese mangón con el tonto ese. Estaba trabajando y punto.



Además ella ya estaba acostumbrada a las depravaciones de Augusto. Era dinero fácil, pues solo vendía sangre, y por alguna extraña razón nunca sentía dolor. Para ella era casi como hacerle una donación a la Cruz Roja, solo que aquí le daban plata, y no la clásica bolita roja anti-estrés con un estúpido bombón de dulce.

Augusto caminaba tranquilo. Se sentía rejuvenecido. Y así era en efecto: su cuerpo había cambiado en los pocos segundos que pasaron desde que se despidió de Sonia. Sentía fluir la energía y el ímpetu de su atormentada alma. Sonia, por su parte, siguió devorando sus salchipapas, sin saber que sus células se habían marchitado un poco y que su expectativa de vida se había reducido algunos meses.

Tal era el nivel de energía que había logrado Augusto, que antes de llegar a la carrilera (por la calle 44), se quedó tieso, tenso, a punto de reventar. Como si le hubiesen dicho “¡congelado!”. Entonces se elevó del suelo, y voló como un ave.

¡Bueeeno!, como un ave tiesa, eso sí. Pero ya era una proeza bastante notable para un cajero de banco. Y así se transportó -en un mágico trance- hasta su apartamento, en un cuarto piso de una unidad cerca de la calle primera.

¿Alguien lo vería? Seguramente sí, es un trayecto largo. Al menos yo si lo vi.

Con su traje negro y su corbata. 

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