miércoles, 21 de marzo de 2012

Isabelita, una tenebrosa dama

Isabelita es otra de las mujeres tristonas de mi ciudad. La conocí en una kermes en el parque de la Flora. Yo llevaba a mi perro de paseo y ella ayudaba a vender unos pasteles. La vieja tendría unos cincuenta y tantos años, y no habríamos hablado de no ser porque dejó caer una botella de gaseosa. Esta cayó casi a mis pies dando vueltas enloquecida y esparciendo su delicioso liquido por todas partes. Me apresuré a salvar la situación y atrapé la botella, que en su feroz ataque había perdido casi la mitad del liquido (un gran porcentaje del mismo en mis zapatos). Le entregué la botella con mi mejor sonrisa (así me enseñó mi madre), ella me miró con solemnidad y me dijo: “Gracias marinero, a ti no te habría cortado la cabeza mi marido”, entonces se echó a reír de su chiste. A mí no me pareció tan gracioso… pero igual reí con ella. A continuación, me ofreció un pastelito de pollo y coqueteó un poco con mi enorme perro negro. Pedí permiso y seguí mi camino. La regordeta mujer se quedó mirándome mientras me alejaba. En mi rostro había recordado a uno de los grumetes de su marido.


Ella me dedicó un último pensamiento. “No, a ti no te habrían cortado la cabeza. Te habrían abierto el vientre de un tajo y habrían lanzado tus entrañas a los peces”.

La regordeta Isabelita regresó a su casa del barrio La Flora luego de la Kermes. Se había vendido todo y estaban satisfechos por poder colaborar con la comunidad. Hoy no había robado nada. Por alguna extraña razón no había sentido la necesidad de hacerlo. “Te estás volviendo vieja Isabel” pensó divertida y soltó una gran carcajada.

Era un chiste, pues Isabelita era mas vieja que la panela. De hecho, había nacido nada mas ni nada menos que en el año del señor de 1700. De padres pobres y de niñez difícil, Isabel había preferido una vida mas “fácil”, la cual le había llevado a las islas caribeñas, donde su cuerpo había entretenido a cientos de malolientes marineros. Años después se había convertido en una de las esposas de Edward Teach, mas conocido en estos lares como don Barba Negra. Y había navegado muchas veces con él en su apestoso barco.




Sin embargo, ser la mujer de un despiadado pirata no era para nada ventajoso. Había tenido que soportar las terribles rabietas del pirata en mas de una ocasión y su cuerpo amenazó con tirar la toalla mas de una vez. Por ello había rogado juventud y vida eterna a una hechicera vudú en Jamaica. Ese había sido su mas grande error y aun lo estaba pagando, porque la hechicera había cometido un error con la cantidad de ojos de salamandra de la poción, y no había otorgado vida eterna, sino una larguísima vida, en la cual Isabel envejecía mas lentamente que los demás.





Pero el pirata era inmensamente rico y ella conocía la ubicación de varios de sus botines. Incluso era la encargada de custodiar varias de las joyas robadas a barcos españoles, y ella era muy ambiciosa.

La vida del pirata no daba pie a la opulencia: a veces perseguían, abordaban y mataban, otras veces huían y mataban. Otras veces simplemente mataban. Se había resbalado mas de una vez en sangre de prisioneros o de marineros rebeldes. Y sus manos habían atravesado mas gargantas que cualquier otra mujer. Estaba maldita.

Un día se cansó de huir, deseaba otra vida. Pero solo había una forma de escapar de las garras de Teach, y era matándolo.

Los libros cuentan que el teniente Robert Maynard fue quien dio muerte al pirata, pero esto no es correcto. Aquella mañana de noviembre, al saberse asediado por los marinos ingleses, Barba Negra prometió no dar cuartel. Y seguramente ganaría, y por goleada. Pero fue Isabel, quien con sus encantos femeninos logró acercarse a su cuello con una tremenda daga, y con una cruel satisfacción cercenó la cabeza del perplejo pirata.

Luego entregó la cabeza a Maynard, a cambio de libertad total y con la promesa de jamás revelar el secreto. Los demás marineros fueron asesinados y ella fue llevada hasta Cartagena, donde daría inicio a una larga y accidentada vida, cobijada siempre por los tesoros de su querido Barbita negra. Las correrías de la vida la llevarían hasta Cali, donde un día yo le ayudaría a levantar una botella de gaseosa enloquecida.

Aquella mañana, yo le había recordado a uno de los grumetes de Barba Negra. Y se había divertido recordando cómo le abrieron el vientre y le sacaron las tripas para luego echarlas a los tiburones. El pobre se había demorado en morir, y entonces Barba Negra lo tomó por las solapas, lo acercó a su rostro y le espetó: “Yo puedo recoger mis botellas solo”. Entonces lo arrojó al mar.

¡Y yo de baboso le había recogido una botella a la mujer se semejante personaje!

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