miércoles, 21 de marzo de 2012

Un gringo amargado

En el barrio “Prados del norte” de Cali vive un gringo cuyos traumas van mas allá de lo que podríamos comprender. Los que lo conocen dicen que es un amargado y un resentido. El tipo no se aguanta a los niños que juegan en la calle o a las señoras que arman corrillos para chismear de vez en cuando. Solo está conforme cuando la calle queda vacía. Su casa tiene una reja y carece de timbre. Así que es difícil entrar en contacto con él. Nadie sabe en qué trabaja o que hace. Solo saben que sale una vez por semana en su camioneta y se pierde en la vía hacia Palmira.

Pero la verdad es que no es un tipo malo. Simplemente trata de proteger al mundo de sí mismo y tratar de vivir la vida al mismo tiempo.

Un amigo mío lo conocía (me pidió que no diera nombres). Alguna vez se enfrentaron a insultos porque habían parqueado frente a su casa y el tipo se irritaba endemoniadamente con aquellos que invadían su espacio. Mi amigo no le paró muchas bolas, lo cual hizo que el viejo se atreviera a salir de la casa. Los argumentos tales como “la calle es de todos” o “es que usted no está utilizando este lugar” no valieron de nada. De todas maneras ninguno de los dos quería ceder en sus razones (mi amigo es un pendenciero de mil diablos).

Cuando la situación estaba llegando a su clímax, mi amigo percibió un cambio en el viejo. Un polvillo apareció en su rostro y en la esclerótica de sus ojos aparecieron unas pepas negras. Y también apareció un olor como de ensalada.

“Viejo, yo me asusté, ese tipo empezó a ponerse como enfermo y te juro que estaba echando humo por la piel”.

Al final decidió no molestar mas al gringo. No valía la pena indisponerlo tanto, mi amigo es perverso, pero también sabe que existen límites que deben ser respetados.

Esa tarde el viejo salió y desapareció en la vía a Palmira.

Mi amigo enfermó espantosamente esa noche, y estuvo hospitalizado varios días.

Yo no le pude creer lo del humo.

Jackson Gillespie salió en su camioneta a alta velocidad. Al principio confundió el camino y tuvo que hacer el retorno en la glorieta del “monumento a la solidaridad”. Luego tomó la avenida tercera con rumbo al pueblo de Rozo.

Concretamente  hacia una región conocida como “Risaralda”.

Iba ofuscado, enfermo. Ese estúpido muchacho se había acercado demasiado, y él no se había controlado. Solo esperaba que el pobre chico estuviera bien.

Tal vez lo mejor sería esconderse definitivamente en el campo. Ya estaba negociando una pequeña parcela en las afueras de Rozo, un pueblo tranquilo y poco mencionado por los medios.

Estaba sudando a mares. Y el aroma a humus y vegetales impregnaba el interior de la camioneta. Gillespie aceleró y confió en que no hubiese retenes de la policía. De ser así tendría que intentar un escape. No le gustaba que la gente muriera por causa suya.

Dio la vuelta en la entrada principal de rozo y finalmente llegó al pueblo. Ahora había un humo violeta en la camioneta, la gente no se daba cuenta gracias a los vidrios polarizados, los cuales le habían traído mas de un disgusto con las autoridades.

Se metió en la vía destapada que conducía a la casucha que pensaba comprar. El dueño le había autorizado ir sin avisar mientras culminaban los trámites. Además no había nadie en las cercanías. Una vez había encontrado a un pordiosero durmiendo en la casa, había intentado persuadirlo para que se largase, pero el tipo no quiso...y terminó convertido en una masa blanquecina y pastosa.

Frenó angustiado y rápidamente salió de la camioneta. A esas alturas ya estaba desnudo y su piel se había llenado de unos pequeños cráteres de aureola blanca y centro rojizo. Parecían las ventosas de los tentáculos de un pulpo. Despedía un humo morado o violeta y un fuerte olor a descomposición vegetal. Corrió entre la maleza y a su paso las plantas se marchitaban rápidamente. En su cuerpo sabia que la situación estaba llegando al límite. Se detuvo y entonces, de cada uno de sus cráteres, brotó un hilo de humo negro haciendo un “puffff” maloliente y mortal. Todo lo que había en un radio de diez metros quedó marchito y dañado, como si un acido hubiera carcomido cada planta y cada animal. Gillespie respiraba entrecortadamente, su presión arterial estaba descontrolada y tenía miedo de lastimarse. Se quedó bien quietecito, mientras sus células se estabilizaban. Cuando todo terminó, se dejo caer cansadamente. Ahí se quedó sentado, recordando el origen de su extraño mal.



Todo sucedió entre 1984 y finales de 1985. Trabajaba en la isla Andros, en las Bahamas. Había sido asesor científico para Autec. No era militar ni mucho menos marino. Pero la marina había encontrado una extraña puerta a tan solo seiscientos metros de profundidad al norte de la isla. Los marines habían logrado abrirla y dentro habían encontrado un hábitat bastante extraño.



Gillespie era un botánico dedicado. Su especialidad eran los hongos. Para esas fechas estaba felizmente casado con una elegante mujer y tenía dos niñas preciosas. La oferta de Autec había sido lo suficientemente jugosa como para que Jackson se alejara de ellas y las dejara solas en New Jersey.

Recordaba que aquel fatídico día habían bajado hasta la fosa en un moderno submarino, de esos que ni siquiera hoy se han dado a conocer al mundo. Esa fue la primera y última vez que Gillespie vio la puerta. Estaba oculta bajo una enorme roca, la cual fue izada por una enorme grúa submarina.

Lo que vio fue un circulo de roca separado en varios segmentos, cada uno con un símbolo diferente, iluminado por varios submarinos y por una plataforma científica de aspecto súper avanzado. Cerca había buzos… o bueno, al menos eso suponía, pues eran hombres sin equipos de buceo o escafandras. Se movían con total libertad y confianza a esa profundidad.

Entonces el submarino atracó en una saliente de la plataforma y fueron conducidos por una serie de tuéneles. Recordaba una leve molestia en los oídos y un fuerte sonido de maquinarias. Debió ponerse un traje especial y un sistema de respiración autónomo. Al principio pensó asustado que debería bucear, y el no sabía como hacerlo.

La misteriosa base AUTEC según Google Earth

Nunca vio en qué momento cruzó por el portal, tan solo recuerda que de repente se abrió paso en una algodonosa y espesa selva. Entonces comprendió que el equipo no era para bucear, sino para aislarlo de algún aire ponzoñoso. Le pidieron que estudiara y recolectara muestras. Pero que lo hiciera con cuidado sin alejarse del grupo.

Dos cosas eran maravillosas desde el inicio. Primero que todo, una selva en las profundidades del océano, aislada por una puerta que indudablemente había sido construida por una civilización inteligente. Segundo, una selva compuesta exclusivamente de hongos. ¿Cómo lograban sobrevivir? ¿Se devorarían unos a otros? El suelo era terroso, pero a la vez viscoso. Gillespie estaba aterrado y maravillado. Su carrera podría llegar a la gloria en tan solo una hectárea de aquella selva. Luego cayó en cuenta de algo: el lugar estaba iluminado. Buscó la fuente de luz mirando hacia arriba, pero no pudo distinguirla.
Al regresar la mirada a la selva vio un pequeño bicho en frente suyo. Era la cosa mas rara del mundo. Se imaginó que sería un fantástico juguete para un niño. No tenía patas, sino un faldón vibrante como el de los caracoles, poseía cuatro miembros, cada uno con tres “dedos” rematados en unas pequeñas esferas. Su rostro apuntaba con una trompa como de oveja y su cabeza terminaba en forma de porra. Tres ojos del color del aceite quemado le miraban fijamente. Lo impresionante era el color, parecía un caramelo navideño: fondo blanco con rayas de color rojo. Se acordó de las señales de las barberías, de rayas rojas y blancas. Su mente de científico ya trabajaba en posibles nombres: “Gasterópodo arlequín”, “reptador payaso”, “mono caramelo”…

Volvió la mirada buscando a los militares, pero estos estaban en otro cuento. Decidió acercarse y solo se detuvo cuando estuvo a un metro de la criatura. Definitivamente parecía un gasterópodo. Su piel recordaba la de los caracoles, viscosa y brillante. Los ojos eran unas bolas negras con reflejos plateados, no parecían múltiples. De repente el bicho saltó a su cara.

Gillespie no reaccionó a tiempo. Pero tampoco gritó.

Eso dio tiempo al extraño ser de las profundidades para que pudiera atravesar el traje del científico y mordiera su frágil y humana piel. Entonces se escuchó un disparo que destruyó la cabeza del animalillo y le mandó lejos de Gillespie.

El científico estaba aturdido y asustado. Algunos hombres le ayudaron a levantarse y lo cubrieron con una burbuja plástica. Entonces lo regresaron a la plataforma submarina.

No regresaron a buscar al bichito, sabían que habría escapado a pesar de no tener su cabeza. También sabían que la cabeza le crecería nuevamente en unas horas.

Gillespie pasó varios días en la plataforma. Fue victima de terribles dolores y debió convivir con otros pacientes. Uno de ellos era “buzo” de la marina. Solo que este tenía agallas propias en su cuello, cresta ósea en su cráneo, manos y pies palmeados y unos saltones ojos útiles para ver bajo el agua. Había sido criado con los demás “tritones” de la marina y trabajaban exclusivamente en la zona de las Bahamas. Gillespie pensaba que era un experimento bastante inhumano por parte de los marines. Varios días después del incidente con el bicho, Gillespie vio horrorizado como aparecían los cráteres en su piel, el humo violeta y el olor vegetal. Ese día supo como explotar.

Las esporas que emitió mataron a 20 personas y enfermaron gravemente a 5 mas. Fue terrible. Entonces comprendieron que los estudios sobre Gillespie deberían realizarse en las instalaciones de superficie en la isla Andros.

Fue transferido en una burbuja hasta la base militar y mas tarde comprendería que se había convertido en un objeto de estudio para los marines. Y él sabía bien lo que le pasaba a los objetos de estudio.

Su desesperación le ayudó a escapar en una lancha hasta Cuba y de ahí a Jamaica. Luego pensaba llegar a Honduras, Nicaragua o Costa Rica, pues podría perderse un tiempo en sus selvas, pero un huracán lo trasladó hasta Riohacha. Ahí supo mezclarse con la gente y viviría algunos años en Tolú y Medellín. Pudo vivir gracias a su familia y jamás se preguntó porque los militares no le habían buscado. Tampoco le maravillaba el hecho de tener siempre dinero en sus cuentas. Al final pudo afincarse en Cali, pero finalizando la primera década del siglo XXI notó que las “explosiones” se intensificaban. Así que decidió retirarse al campo.

Y ahí estaba, sentado en la que próximamente seria su propiedad, viendo como de las hierbas marchitas brotaban unas ramitas algodonosas. Se levantó y buscó ropa en la camioneta. Esta vez sí se habían dañado los asientos y el timón. Pasaría el resto del día buscando quien le arreglara el daño.

Pasada la explosión sentía tranquilidad y paz. Regresó a Cali dejando atrás un algodonoso recuerdo. Los hongos morirían luego de algunas horas y la tierra recuperaría la fertilidad de manera asombrosa. Sus esporas no podían vivir con esta presión atmosférica.



No dejaba de pensar en el tonto muchacho que lo había provocado esa mañana.

Ojala no fuera tan grave. 

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